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Católico Converso

 

 

«Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington, y de que me bautizaron según el rito de la Iglesia anglicana en la pequeña iglesia de St. George…». Así comienza Chesterton su autobiografía, señalando con su habitual humor el comienzo de su vida. Sus padres, Edward y Marie Louise le bautizaron, como comenzaba a ser habitual, más por convención que por convicción. Sin embargo, no creció en un ambiente de escepticismo y pesimismo vital, sino que tuvo una infancia tranquila y austera, llena de cuentos y juegos. Estudió en el St. Paul college en Londres, y luego completó su formación estudiando arte en la Slade School of Art. En 1901 contrae matrimonio con Frances Blogg, de cuya mano pasa del agnosticismo militante al anglicanismo. Años de recorrido intelectual y vivencial le llevaron a convertirse al catolicismo en 1922, cuando se dio cuenta de que el anglicanismo era una versión especialmente feliz, pero aún así ficticia, de la Iglesia que Cristo que había fundado. Al poco tiempo Frances se convirtió también al catolicismo, en gran parte movida por el ejemplo de su esposo. 

 

Puede resultar extraño que muchos de sus libros de apología, los escribiera Chesterton a millas de ser católico. De hecho su libro de apologética más famoso, Ortodoxia, lo escribe siendo aún anglicano. Sin embargo, es curioso que un católico pueda zambullirse en sus páginas y sentirse a gusto con la temperatura del agua. Se siente uno en casa leyendo Ortodoxia. Chesterton va descubriendo la verdad y la racionalidad del catolicismo poco a poco, pero en sus escritos anteriores a su conversión se nota una sinceridad intelectual profunda. Ortodoxia es profundamente ortodoxa, no porque Chesterton sea católico, sino porque es profundamente coherente. Chesterton es, como lo define Pearce, un alma en ebullición. Está buscando algo que sea real, y no deja que los espejismos del mundo le engañen. Quizá por eso escribía Chesterton como católico antes de ser católico.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Chesterton divide su marcha hacia la definitiva conversión en tres grandes partes: Defensa de la Iglesia, descubrimiento de la Iglesia y huida de la Iglesia.

 

En la primera etapa, se preocupa el converso por poner al descubierto las incoherencias de las críticas a la Iglesia. Un día, leyó Chesterton en el Daily News un supuesto ejemplo de lo que los críticos al catolicismo llamaban el “formulismo” típico de esos “papistas”. Cuenta Chesterton: “un obispo francés se había dirigido a unos soldados y obreros cuyo cansancio físico les volvía dura la asistencia a Misa, diciéndoles que Dios se contentaría con su sola presencia, y que les perdonaría sin duda su cansancio y su distracción. Entonces yo me dije otra vez a mí mismo: ¡Qué sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas para hacerme un gusto a mí, yo le agradecería muchísimo, también, que se durmiera enseguida en mi presencia”. Tampoco le resultaba honesto el pavor de algunos protestantes ingleses al toparse con las muestras de veneración de los católicos a la Virgen María. Mencionaban estos una supuesta blasfemia que un místico había proferido: “Todas las criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe algún agradecimiento”. “¡Qué maravillosamente dicho!”, pensó Chesterton en lugar de escandalizarse. Claro, que difícil es concebir una mejor forma de expresar la grandeza de la encarnación, que exaltando a la mismísima libertad que la hizo posible.

 

Poco a poco se va topando con las grandes verdades del catolicismo. “Son estos innumerables atisbos de grandes ideas, ocultas al converso por los prejuicios de la cultura provinciana, lo que constituye la azarosa y variada segunda etapa de la conversión. En términos generales, es la etapa en que el hombre procura inconscientemente convertirse”. Chesterton se va dando cuenta de que la Iglesia católica tiene algo de verdadero y de eterno que no se parece en nada a la desesperante corrección política del anglicanismo victoriano, que ha tolerado en su seno a todo tipo de herejes.

 

Por último, el converso tiene que enfrentarse a la tercera etapa: el deseo de salir huyendo. “Se ha acercado demasiado a la verdad y ha olvidado que la verdad es un imán, con su fuerza de atracción y de rechazo”. Durante un tiempo el terror se apodera del alma del converso. Su anhelo de verdad le llevó a dar los pasos anteriores con audacia, pero ahora, el converso se encuentra alarmado. Lo que ha encontrado es demasiado verdadero, demasiado coherente, y además tiene un aval de dos mil años.

 

Al final del proceso, Chesterton afirma que “convertirse al catolicismo no es abandonar el pensamiento sino aprender a pensar”. Su experiencia es perfectamente extrapolable a la situación de tantísimos conversos a lo largo de la historia. La conversión de san Agustín, por ejemplo, es una lucha entre la voluntad herida de un hombre que vive inmerso en el pecado, contra el resplandor de una verdad que nunca cambia. Al igual que la conversión de Chesterton, la de Agustín es una búsqueda épica de la verdad. Dotados de un intelecto agudo y de un corazón inquieto, Agustín y Chesterton le salen al encuentro a la verdad, pero es ella la que los arrebata. Mientras Chesterton se acobarda ante tanto resplandor, Agustín llora como un niño al ver su alma herida a la luz de la verdad encontrada. Sin embargo ambos vencen la última prueba y se levantan victoriosos para poder decir: “tarde te amé belleza, tan nueva y tan antigua, tarde te amé”.

 

 

 

 

El contenido de esta información ha sido cedido por "Ginkgo Biloba", a quienes agradecemos su generosidad.

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